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Mis relatos

Son pequeñas historias que nunca han sucedido... o quizá sí.

 

                                                                                 

 

 

 

 

 

 

 

MI EXTRAÑO AMIGO

Era una tarde del invierno de hace ya unos años y lo conocí por casualidad. Acababa de pedir una cerveza y me disponía a sentarme en la mesa con mis amigas. Pasó a mi lado, tropezó y me derramó parte de la bebida, me pidió disculpas y ahí quedó todo. Cuando nos fuimos del bar y me dispuse a pagar, el camarero me dijo que ya lo había hecho el señor del tropezón. Yo pensé, ¡que tipo más raro!, ya que no estaba acostumbrada a esos detalles.

 

Unas semanas más tarde, tomando una caña en el mismo bar, lo reconocí. Era el tipo raro, por lo que me sentí obligada a pagar su café a lo que se negó, volvió a pedirme disculpas y balbuceando una frase del tipo “no me gusta que me inviten…”, abandonó el bar a los pocos minutos como si mi presencia le incomodase. Así empezó nuestra extraña amistad.

 

Coincidimos más veces y a pesar de su resistencia al diálogo, me empeñé en entablar breves conversaciones con él, ya casi como un tema personal.

Que era algo raro lo tenía claro, pero estaba convencida que en su interior ocultaba muchas cosas interesantes que contarme y harta de las quedadas intrascendentes con mis amigas, centré todos mis esfuerzos en conocerlo más a fondo.

Aunque parezca mentira, nunca llegué a saber ni su nombre ni su edad, pero seguro que me sacaba veinticinco años por lo menos.

 

Un día logré que nos sentásemos juntos y poco a poco, en las cinco o seis veces que coincidimos, fui conociendo su peculiar forma de ver la vida. He de decir que no entendía la mayoría de las cosas que me contaba, pero me sentía a gusto escuchándolas. Supongo que era una cuestión generacional.

 

Un día me hablaba de “los principios”, de que a veces “hay que hacer lo que hay que hacer”, aunque no nos guste. En otros la conversación discurría sobre “la honestidad”, “la justicia”, “la palabra”, “la integridad”, “el agradecimiento” y cosas por el estilo.

 

En una de esas citas casuales y harta sólo de escuchar, decidí tomar la iniciativa y sacar a relucir el tema de “la Crisis Económica”, con el fin de no quedarme fuera de juego y poder participar de forma activa, ya que sufriendo el paro en mis carnes, lo que me sobraba era experiencia.

Sin embargo pronto le perdí el hilo, ya que sin darme cuenta, me soltó otra de sus raras teorías basadas en que, efectivamente, la crisis económica era un gran problema, pero que el principal problema de esta sociedad era la “Crisis de Valores”. Me dejó muerta. A partir de ahí, ya no supe que decir. Recuerdo que ese día, cuando nos despedimos y se ofreció a pagar mi consumición, llamó aparte al camarero para decirle que le había cobrado de menos. ¿Era o no era un tipo raro?.

 

Tardé en volver al bar, ya que “había encontrado el trabajo de mi vida” donde estuve un mes escaso y del que conseguí un ridículo sueldo, un estudiado apretón de manos de despedida y la odiosa frase de “es lo que hay”.

 

No sé porqué, pero echaba en falta a mi extraño amigo, ése que me hablaba de cosas que no siempre entendía, aunque me daba la sensación que no era la única que lo veía como un “bicho raro”.

 

Al volver a la rutina de mi caña, esperaba encontrarle para escuchar sus historias, pero esta vez no fue así. Por lo que me dijo el camarero, no lo volvería a ver, lo habían encontrado ahogado en el río unos días antes.

Yo prefiero pensar que cogió sus bártulos y se fue a otro lugar del mundo donde su peculiar forma de pensar no sonase a chino.

Mis amigas dicen que he cambiado, y yo les digo… a lo mejor.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                            HISTORIA DE UNA ADOPCIÓN

Éramos una familia unida y feliz, perfectamente integrada en el barrio y bien consideraba por el resto de la vecindad.

 

Como en cualquier comunidad, existían enfrentamientos, rencillas y envidias entre los vecinos. En nuestro caso, la rivalidad principal la teníamos con los de la vivienda de al lado, siendo conscientes que para ellos, lo éramos nosotros.

 

Estos vecinos habían venido al barrio unos años antes que nosotros, y aunque ambos estábamos bien considerados, muchas veces y con cierta complicidad, nos decían que éramos mejor gente que ellos. Supongo que a ellos les dirían lo mismo sobre nosotros.

 

Todo nos iba bien hasta que nuestra unidad familiar, poco a poco, empezó a desquebrajarse. Nuestros padres, inmersos en un estado de euforia fuera de lugar, digamos que empezaron a estirar la manga más que el brazo, a la vez que se empezaron a relacionarse con personas poco recomendables, metiéndose en negocios que no venían a cuento.

 

Y poco a poco, empezábamos a ser conscientes de la dura realidad. Nuestros padres desaparecieron y provisionalmente, los Servicios Sociales tomaron las riendas de nuestro futuro inmediato. En ese momento, pensaron que lo más socorrido era que viviésemos con otros chavales que estaban en una situación familiar similar a la nuestra, pero la cosa no funcionó, por más que se empeñasen en decirnos que eran nuestros “nuevos hermanitos”.

No eran malos chicos, pero lo que necesitábamos, según nos decían todos, era una familia como Dios manda.

 

La situación se hizo insostenible y decidieron que teníamos que volver a cambiar de residencia, pero esta vez de forma definitiva y con una familia de confianza. Y lo que me temía, nos acabó adoptando la familia de la casa vecina, sí, esa con la que durante años habíamos estado más o menos enfrentados y que no nos caía bien. ¡Qué vueltas da la vida!, pensé yo.

 

He de reconocer que nos acogieron con agrado, nos pusieron sus apellidos y nos trataron casi como al resto de sus hijos, al margen de ciertos roces típicos entre hermanastros.

Durante cuatro años estuve viviendo con ellos, hasta que pude independizarme. El resto de mis hermanos siguen con ellos y poco a poco se han ido adaptando a los hábitos de su nueva familia.

Cuando hablo con alguno de mis hermanos, no podemos evitar el recordar lo felices éramos cuando vivíamos todos juntos, antes de que a nuestros padres se les fuera la olla.

 

Por cierto, que no lo he dicho, mi familia se llamaba CAI.

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